Comienza el curso escolar, en el fondo ansiado por la mayoría de los estudiantes, aunque sea por un par de semanas solamente, el tiempo aproximado que da para conocer quiénes y cómo serán sus nuevos profesores y profesoras y con quien “les tocará” en clase. Los primeros días, madrugar es un esfuerzo por la falta de costumbre, pero lo hacen sin demasiada pereza, incluso les vemos radiantes cuando van de camino al colegio o al instituto, la curiosidad les empuja y les mueve a tener esa voluntad y esa alegría. Una vez pasadas las emociones iniciales y prontamente saciadas esas curiosidades, las ganas y el vigor del principio pierden con rapidez su fuerza… ¿por qué?
Escuchamos con frecuencia y desde distintos ámbitos, que los niños, niñas y adolescentes no ponen interés en aprender, que el saber no está entre sus prioridades, que es cada vez más difícil lograr que centren su atención en contenidos académicos; el diagnóstico lo tenemos identificado perfectamente desde hace tiempo, porque establecer diagnósticos es relativamente más sencillo que identificar sus causas, por ello cuando profundizamos en ellas, éstas son variadas e incluso a veces enfrentadas.
Profesorado, familias, alumnado, sociedad…no coincidimos en nuestras percepciones del porqué de este desinterés académico, el porqué de que el fracaso escolar esté tan presente en nuestro sistema educativo. La respuesta fácil, si no nos llevara a otra pregunta, es decir que están desmotivados. La pregunta esperada y lógica para poder buscar soluciones es: ¿y por qué los alumnos están desmotivados? Y es justo aquí donde comienza la controversia, familias que atribuyen la culpa al profesorado y profesores que culpan a las familias de no cumplir con su responsabilidad educativa.
Cuando yo pregunto a los estudiantes de secundaria que pasan por mi vida, porqué creen ellos que sus resultados académicos no son los esperados, sus respuestas son claras, espontáneas, rotundas y algunas de ellas, incómodas. Tal vez si les escucháramos más a menudo descubriríamos tienen mucho que decirnos.
Los chicos/as se ven como meros receptores de contenidos, instrucciones y normas, en contadas ocasiones “les damos la palabra”, en menos aún les permitimos tomar decisiones, hacer propuestas, debatir o consensuar responsabilidades. Sus valoraciones son muy reveladoras, no se sienten en absoluto parte del sistema educativo.
Particularmente pienso que el fracaso escolar no tiene su origen en la desmotivación del alumno, ni debería ser un diagnostico dirigido a los alumnos, un niño o niña no sufren fracaso escolar, se limitan más bien a sufrir las consecuencias del fracaso de las acciones educativas en cualquier punto del sistema educativo; si alumnado, profesorado, familias e instituciones locales participasen en igualdad de condiciones, derechos y responsabilidades, escuchándose, intercambiando ideas y decidiendo conjuntamente, la palabra fracaso se sustituiría por éxito y tal vez nuestros escolares de hoy, se convirtieran en los adultos que necesitamos para vivir en paz, porque serían capaces de escuchar, de organizarse, de tomar decisiones, de convivir en sociedad, de no ser indiferentes, de desarrollar la empatía y la solidaridad necesaria por encima de la indiferencia.
No es justo culpar a las víctimas, aún menos si somos verdugos. Nuestro sistema educativo se ha convertido en aprender a obedecer, en reproducir contenidos como papagayos, en clasificar personas, en no participar ni tomar decisiones, en poner barreras selectivas y en acusar del fracaso a la parte más débil de dicho sistema, los niños y niñas, cuando en realidad nuestra misión educadora debería incluir el placer de aprender y descubrir conocimientos, el valor de compartir, el valor de ser.
Tenemos la responsabilidad de cambiar algo en nuestro sistema educativo y no son precisamente las ramas…
Carmen Villaverde